8 de julio de 2013

Las historias de mi abuelo

De chica amaba que mi abuelo me hiciera dormir por dos motivos fundamentales: me rascaba la espalda hasta que vencida por el sueño ya no se lo reclamaba, y por las historias que mientras me contaba.

Mi abuelo nunca fue del tipo retratado en los cuentos para chicos: dulce, bueno, amoroso, tierno. Tampoco era todo lo contrario pero sin duda era (es en realidad) un personaje muy especial. Tiene las manos grandotas y ásperas (aunque eso no era para nada un problema para reclamarle una y otra vez que no dejara de rascarme la espalda). Tiene una obsesión, por momentos muy molesta, con el lavado de las manos y los zapatos/zapatillas arriba de la cama o el sillón. Tiene (tenía porque ya no lo dejamos hacerlo) la manía de arrancarte las cascaritas o pielcitas sueltas de las ampollas, de manera abrupta, sin aviso "porque así duele menos". No entiende (no hay manera que lo haga) cómo funciona "eso de la interné", él piensa que "ahí podés encontrar cualquier cosa" de cualquier manera (es cierto no está tan equivocado...pero a veces exagera). Nunca le faltaron mujeres (más bien le sobraron) y aún a sus 92 años tiene "admiradoras" que lo acosan cuando a veces camina por las calles del barrio. Mi abuelo tiene tantas historias en su haber que con ellas podría escribir un libro.

Mi abuelo nació un par de años después que terminara la Primera Guerra Mundial y tenía unos 19 o 20 cuando tuvo que participar del Segundo gran conflicto bélico de la historia. Quizás por eso, como parte de un proceso catártico, de sus vivencias en esa época se trataban las historias que me contaba. Y así solía dormirme con relatos de cómo con un empujón justo a tiempo logró que su hermano pasara a la fila de personas que los alemanes desechaban pues no servían para luchar por la causa; y cómo después, a su hora, lograra él mismo salir por una puerta sin que nadie le preguntara nada y así sumarse al pelotón de aquellos que se volvían a casa. O historias más tensionantes como la vez que tuvo que deshacerse sin pensar demasiado de una granada que se había quedado sin "sicura" y que cualquier leve movimiento podía hacer explotar. O cómo un cambio de guardia por razones...¿del destino? evitó que muriera acribillado por una emboscada enemiga.

Y mi infancia trasncurrió entre esas historias que mi abuelo contaba una y otra vez (a pedido mío por supuesto) con tal naturalidad que para mí solo eran eso...historias que contaba mi abuelo. Pero crecí, y de alguna forma muy lejana entendí (o mejor dicho, supuse, imaginé) lo que había padecido mi abuelo. Ver morir a su padre apenas unas horas antes de que se declarara el fin de la guerra, soportar que su hermano nunca más fuera el mismo y encontrara en la bebida un buen refugio para tratar de aminorar los recuerdos de la muerte cercana, recordar a amigos que ya no estaban...

Mi abuelo nunca me contó demasiado de esa parte de la guerra, para él solo existían sus historias, supongo que de alguna manera había encontrado la forma de dejar atrás esos recuerdos (como si eso se pudiera). Pero hace poco, quizás porque ya no tiene que seguir demostrando lo fuerte que es o quizás porque se dio cuenta de que ya no soy más una nena, me contó que cuando cierra los ojos, en sus sueños, revive una y otra vez aquella época. Es imposible que su mente recuerde qué hizo el día anterior o si tomó todas sus pastillas pero, setenta años después, no deja de mostrarle las imágenes, los ruidos, los olores, los gritos, los silencios de una experiencia que nadie debería haber vivido .




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