A la chica que viaja sentada
adelante mío se le ve la etiqueta de la remera. Le asoma por el cuello. Me mira, me saluda y hasta me saca la lengua.
Sabe que no puedo hacer nada. Miro por la ventanilla pero no puedo sacarla de
mi mente. Encima es roja y me llama la atención por el rabillo del ojo. Pienso
en otra cosa: sólo se me ocurren historias de etiquetas. Para colmo está
enroscada (a mi también me enrosca) y no sirve para cumplir su propósito…no
puedo leer la marca. Me sigue mirando, me vuelve a saludar y otra vez me saca
la lengua. Sabe que no puedo hacer nada. El alivio llega cuando al fin me bajo
del colectivo. Aunque por unos minutos no puedo dejar de pensar que, aunque
no la vea, la etiqueta sigue dada vuelta (como el sol que siempre está).
Llego a la oficina. Hay un cuadro
torcido. Mi compañera me habla pero yo no puedo dejar de mirarlo. La interrumpo: “no puedo escucharte mientras ese cuadro este torcido”. Lo acomodo.
Ahora sí el mundo está en orden.
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